Nadie acudió a preguntarle, no hubo Edmundo alguno, solo, allí, conversando frente al viento; todo cuanto podría asemejarse a una respuesta no era otra cosa que el arrullador sonido de las olas de una mar tan picada como oscura.
Gritaba, susurraba, gesticulaba, comenzaba a andar, se detenía, volvia sobre sus pasos, trazaba planes en la fina arena que las propias olas se encargaban de borrar una y otra vez.
La escena se prolongó mientras las estrellas impasibles seguían su curso hacia el horizonte, hasta que la Luna cayó hecha añicos del cielo; hasta que el Sol avisó un nuevo día.
Nunca sabremos de quien era la voz con la que creía debatir, nunca entenderemos a que acuerdo llegaron. Sólo sabemos que cuando el cielo se teñía del vivo color de la sangre, se detuvo y escribió sobre el papel:
"A las dudas que se adueñan de su mente no puedo dar respuesta, pero si meditarlas me ha traido hasta aquí, si que he entendido su finalidad".
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